Esa piadosa costumbre de algunas mujeres, la de alegrar mi vida con emociones mil y aliviarme las penas y prepararme cenas, oiga, la mar de bien, esa costumbre es muy buena para el organismo.
Cuando me duelen los ojos de ver casi todo ellas suelen mostrarme su desnudo total, y mi vista cansada queda muy refrescada tras un baño en su piel y vuelvo a ver casi todo con ojos de niño.
Si se me aburre el oído de oír tantas gaitas y tantas baterías como las que hay que oír, ellas me lo recrean, ellas me tararean, palabritas de amor que son un bálsamo para mis trompas de Eustaquio.
Y si metí la nariz en cualquier Dinamarca, vienen con sus perfumes y su oír corporal a entregarle fragantes otros muchos instantes a este olfato infeliz, harto de efluvios viciados y de chamusquinas.
Siempre que me trago un sapo por no armar la bronca luego me paso un lustro sin ganas de almorzar, ellas cumplen el rito de abrirme el apetito con ostras y champán. Bueno, quizás exagere, pero algo muy rico.
Bien por temor a dejar huellas dactilares bien por tocar madera con cierta asiduidad, se anquilosa mi tacto, pero resurge intacto y es un tacto sutil cuando acaricia y conoce o explora y descubre.
Y aún os podría contar de algún sexto sentido, un séptimo, un octavo, todos van a mejor mientras me alivian penas y me preparan cenas, oiga, la mar de bien, esa piadosa costumbre de algunas gachís.
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